VI

 

Feeling

 

 

 

¡Ay amorosa cadencia de los mundos remotos,

 

de los amantes que nunca dicen sus sufrimientos,

 

de los cuerpos que existen, de las almas que existen,

 

de los cielos infinitos que nos llegan con su silencio!    [...] [...]

 

Quiero vivir, vivir como la hierba dura,

 

como el cierzo o la nieve, como el carbón vigilante,

 

como el futuro de un niño que todavía no nace,

 

como el contacto de los amantes cuando la luna los ignora.

 

[...] [...]

 

¿Voy?

 

¿O vengo?

 

Ignoro si la luz que ahora nace

 

es la del poniente en los ojos,

 

o si la aurora incide su cuchilla en mi espalda.

 

Pero voy, yo voy siempre.

 

Voy a ti como la ola ya verde

 

que regresa a su seno recobrando su forma.  [...]

 

Dime, dime; te escucho.

 

¡Qué profunda verdad!

 

Cuánto amor si te estrecho mientras cierras los ojos,

 

mientras retiras todas, todas las ondas lúcidas

 

que permanecen fijas vigilando este beso.

 

 (Vicente Aleixandre: fragmentos de «La luz», «Soy el destino» y «Que así invade», de La destrucción o el amor, 1935).

 

 

 45

 

Silvia viaja en un vuelo regular a Shanghai, mucho más económico que los bólidos privados, pero va acompañada de John, su robot guardaespaldas. Desde que le había salvado la vida no se separaba de él. Algunos viajeros no pueden evitar miradas curiosas. No es tan corriente ver a un robot sentado como pasajero. Estos de servicio personal especializado no tienen más de veinte años, se ven aún muy pocos…

 

Con la ayuda de John habían encontrado a Rómulo, amordazado, desangrado e inconsciente. Agonizante. El dedo que Michael Rächer le había arrancado, había sido reconstruido clónicamente; ahora su cuerpo debía volver a reconocer aquel dedo. Cuestión de tiempo. También era cuestión de tiempo curarse de aquel enamoramiento bajo cuya hipnosis todavía se hallaba. En los días de su recuperación, pudo ver con claridad que Silvia sentía por él un gran afecto, una gran ternura y una connivencia carnal, hecha de inercias compartidas. Pero ella no estaba enamorada de su Romi. Podía prescindir de él, sin entrar en un largo letargo de tristeza. Por eso Rómulo le dijo, en la reciente despedida, que ya había aceptado la oferta de una de las mejores empresas informáticas, en Calcuta.  A juicio de ella, no le extrañaba nada: «Él era uno de los mejores ingenieros informáticos del mundo».

 

«Será mejor que cerremos esta etapa, Viucha», fue la fórmula que utilizó Rómulo, para añadir a continuación con aquella inocente sonrisa suya: «Pienso echarme una novia india; dicen que son de las mejores», y al besarse en la despedida, la despreocupada mujer, ignorante hasta entonces de todos los recovecos de su relación, intuyó como en un claro de luna que barre la oscuridad, la enorme generosidad de Rómulo que elegantemente le quitaba toda preocupación a ella, «tonta y ciega», por no haber visto hasta ahora que él estaba sufriendo bajo un intenso sentimiento hacia ella.

 

«Romi, tú y yo es imposible que nunca nos separemos», y había añadido: «Seremos almas gemelas, siempre: ¡libres!». Pero Rómulo, al tiempo que sonreía, sabía para sí que no quería ser libre de esa manera.

 

Habían pasado unas pocas horas y Silvia ya le había enviado cinco mensajes desde el aeropuerto y el avión poniéndole al tanto de sus estados de ánimo y de sus zozobras. A todas había respondido con prontitud,  noble y bien dispuesto. «¿En qué crisol se había fundido toda aquella generosidad? Si pudiera saberse…  Si se conociera esa fórmula...», se decía, sorprendiéndose una vez más de que en este mundo hubiera personas tan distintas como Adolph y Rómulo.

 

La famosa nieta Delmundo era más observada por miradas curiosas de lo que ella podía prever. Ahora empezaba a defenderse bastante bien con su visión maquínica, distinguía bien los bultos y su imaginación y experiencia ponían el resto. La pareja a su altura al otro lado del pasillo, dos tórtolos que no paraban de besarse, sin duda en su luna de miel, un hombre como de unos treinta de tez bastante negra y otro de unos cuarenta de tez mucho más clara, entre ósculo y ósculo, a veces un piquito rápido y a veces una parada apasionada, dedicaban el resto del tiempo a inspeccionar con gran curiosidad la imponente figura de John. «¿Será su guardaespaldas o su amante?», había llegado a oír Silvia, por más que ellos lo habían simplemente musitado. Nunca se le había ocurrido pensar, a pesar de que sí conocía remota y teóricamente esta posibilidad, que las mujeres, y algunos hombres, pudieran preferir un amante de “hojalata” (con este arcaísmo lo pensó) a uno de carne, pero según parecía sí debía ser un uso algo extendido. John no estaba preparado para esto, era evidente que había versiones que reforzaban las características protectoras  y que eliminaban totalmente el equipo sexual. En verdad ella estaba llegando a apreciar a John, pero se trataba de una valoración muy distinta a la que se mantiene con las personas. Aquellos dos sujetos, a los que había bautizado por su cuenta como Ping y Pong, el primero de voz algo estridente y el segundo más bien la de un barítono, se hallaban en la fase en la que el contacto carnal con el otro produce un reiterado estremecimiento singular y embriagador… por ello, una y otra vez repetían la operación, para cerciorarse de que aquella fuente inagotable de placer no tenía término. Solo esperaba que mantuvieran la contención debida, que no le hicieran allí mismo el numerito completo, llevados por la erupción del volcán de Dionisos. De momento estaba tranquila, todo hacía pensar que aquello se inclinaba más al placer de la ternura que al placer de la pasión. Y sin meditarlo demasiado bien, de pronto se oyó decir a sí misma:

 

—¿Estás bien, John?

 

Evidentemente el robot interpretó la pregunta como un «¿todo va bien, John?», porque respondió:

 

—Nivel de riesgo tendente a cero. Hay novecientos setenta y nueve pasajeros. Veintiocho niños y adolescentes. Cuatrocientos cincuenta y cinco en viaje de trabajo o negocio. Por placer: ciento noventa y cuatro viajan solos y trescientos dos van en pareja, de ellas doscientas ochenta y seis son heterosexuales, ocho lesbianas y ocho homosexuales. Todos desarmados y con el ritmo biológico de agresividad muy bajo. Los más próximos, dos hom…

 

—Está bien, John, ya me he hecho una perfecta idea. Gracias —le interrumpió con prontitud la voz a cuyo timbre el robot obedecía sin contrariar jamás.

 

Shanghai era la ciudad más populosa del mundo. Cincuenta millones. Hay otras diez de similares características. Se había llegado al índice límite urbanístico legal. Debía seguir una política de contención, una observancia muy difícil, pues todos los flujos económicos compelían a lo contrario: una vez que se ha originado una inercia ascendente, sorbedora de su entorno, frenar el proceso supone ir a contracorriente. La dieta urbanística era extremadamente difícil de seguir. La ley de acumulación y de atracción es mucho más potente que la de desagregación. Por ello, las megalópolis habían empezado una nueva era expansiva, con contención de su crecimiento demográfico. Los “esquemas intermegalópolis” unían a dos, tres, cuatro... cercanas entre sí, con una política de agilización de flujos automatizados de personas, recursos y mercancías. Esto hacía posible que creciera su actividad sin que creciera su población.

 

Al tiempo que se trasladaba del avión al aeropuerto en el ascensor aéreo, empezó a concentrarse en su nueva vida: ¿cómo llenaría sus ratos de ocio? Por ahora nada había planeado, lo había dejado abierto... ya vería lo que le salía al paso.

 

Lo primero que hizo al instalarse en su estudio universitario fue llamar a su hermano que había viajado ese mismo día él también a un asunto del que no quiso de momento darle muchos detalles. Había llegado a Roma mucho antes que ella a Shanghai, claro. De momento estaba siguiendo una pista, «ya le contaría».

 

La estancia en Shanghai la había previsto para un mes. Se trataba de sus ojos robóticos, sí, pero sobre todo de colaborar con aquel nuevo descubrimiento que los mejoraba. Ya habían transcurrido cinco días. La rutina estaba funcionando a buen ritmo. Cinco horas de trabajo matutino en la biblioteca de la Universidad, con un control del rendimiento técnico experimental todas las mañanas de dos menos cuarto a dos y cuarto. Esto era algo incordiante pero había que ser agradecidos y prestar este mínimo apoyo a la investigación oftalmológica. Ese era el contrato. Con aquel tratamiento que utilizaba su visión era prácticamente normal, por no decir que en muchos aspectos era mejor.

 

Como los controles experimentales había que hacerlos en grupo y a la misma hora, había conocido el segundo día de su estancia a Tsang Coupeaud, al que había observado a distancia junto a todos los demás que como ella se habían prestado a aquel intercambio. Tsang había llegado dos semanas antes y ya conocía todas las triquiñuelas del asunto, así que habiendo observado el primer día alguna vacilación en aquella atractiva mujer se había atrevido el segundo día a facilitarle algo los trámites. El tercer día ya no hacía falta la ayuda, pero Silvia admitió pacientemente la reiteración de las lecciones ya asimiladas; el cuarto día se puso de manifiesto que aquella ayuda estaba de más, así que el señor Coupeaud se las ingenió el quinto día para invitarla a comer. «Si a su guardaespaldas no le parece mal, podríamos comer menos solos, ambos» dijo de manera tan asertiva que resultaba difícil oponerse... pues planeaba en el ambiente que hacer lo contrario implicaba una clara mala acción. «Claro, por supuesto, comeremos juntos… hay que poner freno a tanta encerrona de estudio…», y de este modo iniciaron su particular amistad, gobernada por  esa especie de simetría en la que entran los polos que, al repelerse, se atraen.

 

Tsang Coupeaud era un hombre cercano a los cuarenta, por tanto con algo más de experiencia vital que ella, al menos previsiblemente. Seguro que aprendería cosas nuevas. Visto entre muchos, a distancia, llamaba la atención por su look. No llevaba ningún corte de pelo conocido, de las muchas modas imperantes; su melena color ceniza crecía natural, silvestre, hasta rebasar el cuello, cayendo lateralmente a ambos lados de la cara tapándole parcialmente las orejas. Aproximadamente de la misma talla que su hermano, algo más alto que  Rómulo y más bajo que el grandullón de Tullio. No daba la impresión de ser un tipo gregario, en todo caso justo lo contrario… lo que podía ser también igual de peligroso. De cerca, al tratarle, crecía mucho más su fuerza personal. La influencia oriental racial era evidente en su rostro, pero no pertenecía a una tipología pura, había ya muchas mezclas dispares. Sus ojos eran muy rasgados, exageradamente, muy negros y brillantes y profundos; nariz roma y delicada, una boca con los dos labios gruesos por igual y un mentón propio de faraones. El rostro ondulado, ni redondo ni ovalado, sino dibujado con un patrón intermedio, entre la cuadrada frente, los pómulos resaltados y la barbilla con su hoyuelo poco profundo, más bien como una leve cicatriz. Pero lo que más llamaba la atención era su forma de gesticular, y sobre todo su mímica cuando hablaba. Entre los dos, la comunicación fluida se produjo al instante… ningún cálculo, ninguna distancia, ningún manierismo protocolario.

 

Sonreía ahora al ver que él se había salido con la suya y que finalmente se disponía a comer todo lo que le había recomendado a ella, muy distante de sus iniciales preferencias. A ver si era verdad que acertaba con sus gustos gastronómicos.

 

—¿No creerás que no sé quién eres? —le dijo, cuando empezaban el primer bocado.

 

—Claro que lo sabes, una vidente robótica igual que tú —ambos se miraron, entonces, a los ojos, tras aquellos brillos metálicos.

 

—Eres la famosa nieta del doctor Delmundo. Más conocida que Greta Borga —dijo en un piropo, comparándola con la archiconocida actriz de moda tan laureada.

 

—Mi abuelo sí merece ser famoso, ¿pero yo…? —adoptó por unos segundos un tono de seriedad.

 

—Pues lo eres, y lo serás aún más.

 

—¿Cómo lo sabes?

 

—¡No hay más que verte! —fue toda la explicación que dio, muy extraña, a juzgar por lo aficionado que se mostraba a trabar largos, sinuosos y sorpresivos discursos. Después de un breve intervalo rumiando en parte la comida y en parte las últimas palabras, Silvia retomó el pulso:

 

—Bueno, hablemos seriamente, ¿tú, quién eres?... porque a pesar de la impresión de conocerte de toda la vida, no sé casi nada de ti.

 

—¿Por quién quieres que empiece, por el real o por el legendario? —Era evidente que un cierto tono de broma le acompañaba siempre en su escenario… ¿también en los momentos serios?

 

—Primero uno y luego otro, o si no vete mezclándolos… seguro que los distinguiré —respondió retadora.

 

— Soy Tsang Coupeaud, me preceden tres generaciones chinas, y a estas, otras catorce de orígenes dispares hasta reencontrarme con tu tierra y con mi apellido hispano-francés… en realidad francés, pero en mi caso trasladado a España en el siglo XX. Tengo treinta y siete revoluciones copernicanas terrestres, aunque aparento más. Estoy en mi año sabático. Y reparando mi última avería: estos ojos caídos en desgracia…

 

—Sí, dijiste que un accidente, un accidente teatral… pero no llego a entender muy bien…

 

—Mezcla del momento inoportuno, de mirar para donde no se debe y de poner la mano en el fuego indebidamente por algunas personas…

 

Ella quiso ordenar todas aquellas metáforas cuanto antes y para ello tomó la iniciativa de las preguntas:

 

—¿Qué momento inoportuno?

 

—Un chorro de luz experimental encendido de repente cuando estaba pegado a él, allá en lo alto, a treinta metros de altura. Ya sabes que me dedico al teatro. No pude cerrar los ojos a tiempo. Pretendía revisar de cerca su ángulo y su dirección… una temeridad… culpa mía, tomé demasiado riesgo.

 

—Supongo que hay para eso unas gafas especiales…

 

—Supones con exactitud.

 

—De quién te fiaste tanto que te falló y te quemó.

 

—De mí mismo…

 

—Vamos, no me engañes, ¿de quién más?

 

—No podré ocultártelo por mucho tiempo. Me ayudó mi exnovia.

 

—Totalmente involuntario, claro.

 

—La verdad es que nunca llegué a saberlo bien. Estoy seguro de que no quiso hacerme tanto daño, pero no de que no interviniera un travieso tentador diablo… Cuando pudieron bajarme, ella estaba en un mar de lágrimas. Vino a verme los dos primeros días, y me pidió mil disculpas… luego se despidió… «Chancu, —me dijo— no puedo soportar verte así, es superior a mis fuerzas… Tomaré unas vacaciones. Escríbeme cuando te hayas repuesto». Yo le di un beso en la frente y le dije que debía cuidarse, que había quedado ella más malparada que yo.

 

—¿Y lo habéis dejado desde entonces?

 

—No, ya lo habíamos dejado un mes antes… lo llevábamos bien, eso creía al menos.

 

—¿Pudo hacerlo accidentalmente?

 

—Difícilmente, se precisaba la sintaxis de dos gestos elaborados…

 

—Entonces, seguramente, como diría mi abuelo, «un repentino e incontrolado deseo de desagravio, fugaz, puntual, irreversible e impremeditado, seguido de un atroz y ambiguo arrepentimiento». Un rapto de locura temporal. Una efusión de celotipia, como se diría en el siglo XVIII.

 

—Tu abuelo tiene que ser un personaje excepcional. Aunque tú no me interesaras por ti misma, me interesarías por tu abuelo…

 

—Vaya, ya veo… Hipócrita, es evidente, no pareces mucho.

 

—No tengo más remedio que ser hipócrita… el teatro me obliga a fingir sentimientos y cualidades que no poseo.

 

—Pero se conoce muy bien cuándo actúas, aun fuera del escenario. Así que declaro aquí solemnemente —dijo teatralmente— que quedas a salvo de la infame acusación de hipocresía. No presumas de vicios que no tienes. Presuntuoso, un poco, sí eres.

 

—Sí, y me parece que empiezas a ver demasiado bien, ¡tendré que ponerme  a salvo! —dijo encogiendo sus estirados ojos hasta hacerlos una raya, que no ocultaron del todo el brillo metálico en sus cuencas cíborg.

 

—¿Y vives del teatro?... ¿pero es que hay alguien que siga viendo teatro?, me refiero a alguien que no sean los alumnos de clásicas, en sus clases obligadas.

 

—, ¡No!, no vivo del teatro, ¡qué más quisiera!… eso es pura ficción y afición pura —dijo en un simulado retruécano. Él seguía esforzándose en conquistarla.

 

—Entonces… ¿te alimentas del aire, pides caridad a la puerta de alguna iglesia? —Silvia quiso suponer que sabría de qué hablaba… esa inveterada costumbre de misericordia perdida en la noche de los tiempos... A un hombre de teatro esto no se le escaparía.

 

—¡Vaya!, creía que eras historiadora, no policía… ¿o has aprendido el arte de interrogar de tu hermano?

 

—Eres tú quien me ha invitado a comer. De algo tenemos que hablar. No voy a disculparme por querer saber…

 

—De acuerdo, de acuerdo, como de costumbre tienes razón. Soy arquitecto, arquitecto de espacios, una especialidad… los hay que construyen los sólidos y los que, como yo, nos ocupamos de los espacios vacíos.

 

—Vaya, ¡eso debe salir muy barato! —Y se rió estridentemente como lo hacía de vez en cuando, como lo hizo profusamente durante la última Nochevieja. Todos en la sala se volvieron hacia ella unos segundos para confirmar que todo seguía bien… y acto seguido prosiguieron con sus vidas privadas. Consciente de su exceso, se ruborizó tenuemente, justo una sombra tímida y sonrosada en el arco de sus mejillas. Tsanchullo, pues este era el nombre que ella había mentalmente decidido ponerle, mientras tanto, la observaba absolutamente arrobado por su encanto y su descaro y su inteligente sensibilidad, sonriendo sin ruido alguno, acompañando su risa, con un gozoso connivente gesto.

 

—Sabes que no es verdad —dijo con tono de molestia fingida, después de dejar un tiempo para las celebraciones de la ocurrencia cómica de su nueva amiga, «algo maga y muy mágica» le dio por pensar—. Sabes que lo que más encarece todo no son los materiales, son los metros cuadrados… Este planeta se nos ha quedado pequeño, ¿¡quién mejor que tú, y además una Delmundo, va a saberlo mejor!? Nosotros somos los más odiados de los arquitectos. Muchos nos aniquilarían.

 

—No yo, ni menos mi abuelo. Para que te consueles un poco.

 

Después, Tsanchullo siguió hablando durante un buen rato, enfebrecido con las ideas que bullían tras su profesión, mostrando no solo lo necesario y trascendental de pensar escrupulosamente en los espacios sino en todo lo que quedaba por hacer en el futuro inmediato de la humanidad, «si quería salvarse», añadía sentenciosamente. Era un “idealista” rematado, de los que ya no existían. Los proyectos de futuro ocupaban la mayor parte del fulgor de aquel temperamento explosivo en ideales, «¿o eran idealismos baratos?»; un personaje entre millones. Por lo visto había elaborado toda una teoría sociológica, «absolutamente necesaria para cerrar el triángulo del Modelo Delmundo», según lo llamaba. A la Clínica y a la Pedagogía había que añadir la Teatralidad del espacio urbano, según él. Se le atropellaban las ideas, de tantas como tenía y de tan claras como las veía, dejaba muchos hilos sueltos, trazaba líneas de fuga, elaboraba un cuadro impresionista retocado con mil expresionismos, dentro de una arquitectura de ideas totalmente trabada, pero llena de ínfimos detalles de filigrana, orfebrería de la imaginación y el entendimiento. «¡Qué bien se entendería con el abuelo, no hay duda!». «Todo aquello debería explicármelo con más calma».

 

Sin disculparse, Silvia tomó su IC, llamó a Rómulo y comenzó una conversación delante de Tsang Coupeaud: «Romi, qué tal, ¿hace mucho calor en Calcuta?», esperó unos breves momentos y luego «¿Ya has encontrado a tu india?», y añadió tras un silencio, «¿Entonces ya me has olvidado tan pronto?», bromeó. «Me alegro. De pronto, me acordé de ti y quería mandarte un beso. No era más que eso. Adiós. Volveré a llamarte mañana», y colgó. Luego sonrió a Tsanchullo y le espetó:

 

—Necesitamos mucho más tiempo, tu rollo es muy largo… ¿Por qué no vienes a dormir conmigo? —Como viera que esto último había sonado un poco ligero, añadió—: Me refiero a que podrías dormir en mi estudio, hay sitio suficiente. Así tendríamos todos los ratos intermedios del día para seguir hablando. Todo lo que me has contado me interesa.

 

—También podrías venir tú a mi estudio… y podrías despedirte cuando quisieras. Si me invitas y acepto, no sé si después sabré irme a tiempo. Soy muy apasionado.

 

—Tiene que ser en mi estudio. John podría mosquearse… quiero decir que debería reprogramar algunos detalles… —John, al sentirse aludido, sentado como un tercer comensal, allí al lado, sin moverse hasta el momento, empezó a hacer un balance—:

 

—«El señor Tsang Coupeaud tiene un nivel de agitación mental elevado aunque equilibrado y ha comenzado a crecer notablemente su biorritmo ero…».

 

—Es suficiente, John, gracias. —Le dejó hablar durante unos segundos, porque no dejaba de sorprenderle aquel enigmático robot y quería saber más sobre su comportamiento… Además, Tsanchullo le escuchaba con animada y agradable sorpresa.

 

Aquel día, Tsang prefirió despedirse después de la comida de aquella mujer que tanto le atraía sensualmente y que le interesaba intelectualmente como hacía tiempo nadie había hecho. Sintió que no era bueno pasar de primera a directa en un acelerón, sin disfrutar de todas las marchas intermedias. No pretendía hacer un viaje supersónico, más bien añoraba una larga travesía que contuviera todos los ritmos. Además, era tal el imán que aquella mujer ejercía sobre él que no se hubiera podido contener, y eso iba contra sus principios más elementales.

 

Lo que Silvia sintió no fue exactamente decepción, sino intriga. ¿Por qué un hombre que a todas luces se sentía atraído por ella la había rechazado después de haberle facilitado el camino? Era un enigma digno de resolver. Ella le hubiera tendido una emboscada nocturna, sin lugar a dudas, y le hubiera atrapado en el centro de sus deseos. ¿Por qué había huido él de esta hedónica prisión? Las cuestiones eróticas las tenía perfectamente claras y delimitadas. Las personas intercambiaban ideas, gustos, saludos… y también intercambiaban caricias. Saludos con casi todo el mundo, ideas con muchos, gustos con bastantes y caricias con unos pocos selectos, ese era todo el misterio. Era un hombre que ya había pasado su test de tolerancia: «No era obsesivo, posesivo, acomplejado (de superioridad o inferioridad) ni primitivo y era independiente y tenía valores propios, muchos valores. No tenía nada que perder. Con hombres así, si algo se tuerce, siempre se puede volver al punto clave de la independencia. Los peligrosos son los victimistas, dispuestos a deprimirse o a suicidarse por amor a la menor de cambio,  o los posesivos, faltos de riqueza espiritual pasan pronto a disponer de la persona a la que huelen íntimamente sus sudores, sintiendo que eso les da derecho: una propiedad etológica».

 

Los días sucesivos comieron juntos como una costumbre aceptada y asentada. Se contaron recíprocamente los detalles importantes de su infancia, de su adolescencia y de su primera juventud. A cada uno le parecía apasionante lo que oía narrar al otro. Tuvieron tiempo para entrar en los recovecos de la tesis de ella y en los planes teatrales de él. Pensaba que aquello que él le contaba tenía que conocerlo el abuelo y que había que considerarlo muy seriamente… no eran ideas vanas, eran ideas políticas de fondo.

 

 

 

El segundo fin de semana, ambos se habían escapado a Camboya a ver los maravillosos templos de Angkor Wat. Hicieron allí noche, después de un extenuante día de recorrido entre aquella riqueza arquitectónica enclavada en medio de tanta naturaleza lujuriante. Pero Tsang prefirió seguir alquilando dos habitaciones. Un beso en la frente y una mullida caricia en el antebrazo al agarrarla era toda su demostración de afecto íntimo.

 

El tercer fin de semana organizaron un rápido viaje a Kioto, para ver de cerca su arquitectura, especialmente el templo de Kinjaku-Ji, el Pabellón de Oro, donde él le confesó que en la quinta y sexta generación sus antepasados habían sido japoneses. Y desde allí siguieron un circuito seleccionado por Tsang para abarcar al máximo el periodo Kamakura de los siglos XII al XIV, que le había resultado a él tremendamente aleccionador, cuando profundizó en sus características sociológicas. ¡Cuántas sutiles ideas habían quedado apresadas en los templos, palacios y castillos! Solo había que hacer hablar a las piedras, a aquellos materiales seculares, a los colores y a las formas. Y Tsang conocía las claves que había que tocar. ¡Hacer hablar a las piedras!, parece una impostura... no más que hacer cantar a las cuerdas de un violín… todo consiste en conocer las técnicas. En Kioto, el beso en la frente y la caricia en el antebrazo vino acompañado por una aproximación corpórea en la que él sintió cómo los senos de ella le presionaron con su turgencia. «Mañana más, querida Silvia. Hay muchos días, nos quedan muchos momentos… lo sé», y le guiñó tiernamente los dos ojos mientras discurría por estos pensamientos.

 

El tiempo de su estancia en Shanghai tocaba a su fin. Las técnicas oftalmológicas habían puesto de manifiesto un ritmo de recuperación en la señorita Delmundo anormalmente elevado. Le plantearon un mes más con nuevos experimentos para descubrir las razones de esa "arritmia benéfica". La nieta del famoso filósofo tuvo que poner a los investigadores al corriente de su gen longevo y de sus implicaciones. Le rogaron, ella rehusó, no quería invertir en aquello más tiempo… le rogaron, ella se negó de nuevo… le rogaron otra vez y ella finalmente accedió a una semana de prórroga, no más. Tsanchullo tenía un programa de siete semanas, así que ahora el final de sus estancias finalizaría a la vez. Tenían siete días más para seguir reconociéndose y sobre todo para hablar de su futuro, pues de un modo u otro ambos sabían que el futuro les unía.

 

La cuarta semana Tsang había accedido a visitar el estudio de Silvia y a preparar allí cenas caseras que ella le proponía. Llegado el momento clave, el teatral amigo saludaba tiernamente y se despedía de ella hasta el día siguiente. El arquitecto había observado en ella al conocerla una fuerte personalidad caprichosa, que había ido poco a poco conteniéndose. Empezaba a estimar que Silvia ya estaba lista para una aproximación duradera.

 

—¿Sabes?, me quedo una semana más.

 

—Lo estaba presintiendo… ya tenías que haber empezado a despedirte… y no lo hacías.

 

—Mañana, entonces, empezaremos a hablar de nuestra despedida. Supongo que ya te vas… siempre te vas a esta hora.

 

—En la última semana, hay que sacarle media hora más a cada día. Nadie notará que hurtamos este tiempo. Además, para celebrar que nos hemos conocido, toca brindar… con este ron añejo.

 

Tsang tomó dos vasos que llenó hasta la mitad y le ofreció uno a Silvia.

 

—¿Te das cuenta, mi preciosa criatura —dijo esto en tono de broma, para quitarle importancia—, que este ron ha esperado veinte años de reposada barrica para estar tan maduro… y que gracias a eso ha conseguido concentrar todas sus delicias? —y mientras que decía esto brindaba por segunda vez y se sentaba en su butaca muy pegado a ella.

 

—Me han dicho que está muy bueno también el de diez años y el de cinco, ¡incluso! —bromeó ella—. Pero es verdad, este está delicioso, increíblemente penetrante y se adivina que no trae resaca. Tan refinado es, que se mezcla con la sangre engañándola y enamorándola… —ella llevó la mano sobre la cabellera de su amigo, a la altura de la oreja derecha. Como si lo hubieran ensayado, él hizo exactamente el mismo gesto en el mismo momento. Tocó su cabello de color imposible como si fueran hilos de seda exquisitamente delicados y ella se dejó hacer. Fue masajeando su cuero cabelludo, contorneando toda la superficie de su cabeza, muy lentamente, recreándose en aquel suave tacto—. John, puedes retirarte a tu cuarto —le dijo con afecto a aquella máquina inteligente. Mientras tanto, ella acariciaba su cabellera y su rostro y él con la mano a la altura del cuello que ahora rozaba con la yema de los dedos la fue atrayendo hacia sí, suavemente, mientras John cerraba su puerta, hasta que sus labios quedaron a la distancia de cinco centímetros… entonces sus ojos metálicos se miraron, conociendo que se miraban desde otra parte de sí mismos, y el resto de su cuerpo vibró y supo de otras mil miradas contenidas en aquellos ojos percibidas desde recónditas zonas de desconocidas células vivas de sus cuerpos.

 

Y se besaron. Su primer beso, después de tantos deseos. Sus labios se reconocieron, poco a poco. Se devolvieron una tenue tibia y cálida humedad. Y el primer beso trajo al segundo, imantado por él, y luego vinieron otros como prisioneros condenados encadenados a seguir los pasos del anterior. Tiernos y superficiales, durante un tiempo, y luego fue toda la boca la que besó.

 

Pero la boca es la puerta de la casa y, si el calor entra por ella, calienta rápido toda la estancia interior. Por eso, para huir del ritmo del incendio que se propagaba, de tanto en tanto, Tsang hacía un esfuerzo, y le decía a Silvia:

 

—¡Brindemos otra vez! ¡Que sus veinte años nos recorran! —Paladeaban aquel néctar y volvían a retomar con naturalidad y rapidez la historia de sus entreverados sentidos donde la habían dejado. «El cuerpo es sabio, en las cosas que le competen conoce muy bien lo que tiene que hacer» —pensaba ella—. «Solo tiene que ser acompañado de buenas ideas, y de ideas silenciosas» —parecía que le replicaba Tsang.

 

De la boca, del cabello, de la boca, del cuello, de la boca, de besarse cada centímetro del rostro, y de volver siempre a las lujuriosas bocas fueron pasando a desnudarse poco a poco, a medida que les molestaba no llegar a la piel misma. Se acariciaron acompasada tierna y lascivamente la espalda, el busto, el pecho de él adornado de suave vello y los pechos de ella, «maravillosas dos masas de carne viva, risueña y encrespada» —meditaba Tsang en medio de su ebriedad erótica. «Qué bien sabe tocarme», replicaba ella muda, «¡Sí creo que sepa hacer hablar a las piedras!».

 

«Dos cuerpos en simpatía profunda: un terremoto inevitable. No, claro...», pensaba John a distancia, pues el robot nunca dormía (salvo que fuera desconectado), «...como el de 2335 que había sacudido a la humanidad. El Gran seísmo. Una actividad sísmica y de tsunamis desconocida hasta la fecha. Las costas de Japón y el sudeste asiático, y las de Chile hasta California temblaron casi al unísono. Los geólogos descubrieron un nuevo fenómeno que denominarán «simpatía interplacaria». Determinados puntos cruciales en las placas tectónicas no solo ocasionan un terremoto y maremoto localizados sino que reenvían una señal a otro punto que entra en actividad a continuación y así hasta que se cierra la serie. Murieron 300 millones de habitantes. El proceso de unión política a escala planetaria se incrementó entonces también aceleradamente. En esos años la unión global ya era algo fáctico aunque no oficial; funcionaba, aunque las distintas cuatro áreas de influencia no habían encontrado aún el modelo de unión legal. Pero el 30 de junio de 2350 se celebrará después de innumerables plebiscitos la ceremonia oficial y solemne de la Confederación de Naciones, fruto de la unión política de las cuatro grandes áreas de influencia previamente unidas».

 

Él seguía besando, totalmente poseído ya por esa rueda sin fin, besaba sus pezones, su cuello y su vientre, recorría todos estos lugares con parsimoniosa voluptuosidad, como en un ballet que fuera barriendo toda la escena, sintiendo sensaciones nuevas en cada nuevo lugar. Sintiendo cómo ella le respondía con el lenguaje de su piel.

 

Ella le devolvía los besos, cuando la corriente erótica de él se remansaba un poco y la dejaba hacer… le besaba en los hombros, en la espalda, en las manos, en el vientre. La temperatura de la sala era perfecta, permitía tener la tez al descubierto sin asomo de escalofrío.

 

Conquistado medio territorio, cuando llegó la hora de desembarazarse de los pantalones, ella se arrodilló sobre el suelo y le fue retirando suavemente en un gesto continuado el resto de su ropa. Llevó sus manos a lo largo de sus muslos con movimientos de masajista, acarició después la planta de los pies y sus dedos. Se sentó en el suelo, estiró las piernas de él sobre su regazo y le refregó durante un largo rato untándole los pies con un ungüento oloroso. Le posó los pingües pies sobre una toalla, estiradas sus piernas y fue remontando sus centímetros desde el tobillo a la ingle, midiéndoselos a besos y a caricias de sus dos manos avaras. Le tocó el escroto y lo amasó en sus manos, la bolsa se fue hinchando de placeres, y cerca se erguía una enhiesta torre imperante amarfilada que pujaba por crecer por encima de sus propias dimensiones máximas. Silvia le sentía entregado, sin máscara alguna, sin teatralidad ninguna ahora, en sus vibraciones prístinas, y le gustaba sentir que estaba tan cerca de él.

 

Cerca del paroxismo, él reinició el ataque. Se ocupó de ir desnudándola al completo. Era una especie de ser cada vez más perfecto a medida que iba siendo descubierta, hecha de carne. Serían precisos años para reconocer todos aquellos sensuales secretos allí contorneados y encarnados. Jugó con sus nalgas y con sus muslos, ella de espaldas, rozó sus rodillas y sus tobillos, volvió incansables veces a las nalgas y a los muslos, giró su cuerpo a lo largo del sofá, él arrodillado en el suelo, y acarició el divino césped en el que Venus da sus paseos. Unió el vientre al pubis en un único masaje, separó luego suavemente con sus dedos los muslos de la ingle, dibujó con la yema el contorno de las sinuosidades en donde los muslos, el vientre y el sexo vienen a unirse. Besó, como un sacerdote oficiante, la rosa de sus vientos. Ella tembló, mientras con sus manos amasaba dulcemente su cabeza hecha de cabellos. Con movimientos pautados le fue tomando de la mano y le arrastró en un vuelo hasta su tálamo, y yacieron sus dos cuerpos encarados, entre caricias que no cesaban, que iban y venían, y besos. La sed se fue volviendo más aguda, el estremecimiento de ambos cuerpos ya no contenía célula alguna que no temblara. La situación se volvía insostenible… entonces los dos sexos se buscaron… el uno horadando y el otro absorbiendo… y entonces vinieron los caballos, enloquecidos, se cabalgaron en sus cabalgaduras, él encima, con fieros relinchos de lujuria, ahora ella encima, intentando borrar el límite donde uno acababa y empezaba el otro… y vino una lluvia de estrellas abrasadora que fundió la carne en un deleite inenarrable. Y de aquellas sensuales profundidades solo los jadeos daban una tenue remembranza de lo que estaba sucediendo en la raíz escondida de los cuerpos. Y dos gritos de placer barrieron como un recio viento huracanado todo aquel conglomerado de sensaciones que no podían seguir hinchándose sin hacerse mil añicos. John, en su tecnológica evaluación a distancia, traducía aquello como «un estado de salud perfecto». Y sus dos cuerpos fueron de nuevo renaciendo, saliendo de aquella luz y aquella fiebre, y se fue amansando el fuego y los sentidos retenían la miel y los olores, hechos de trozos del otro, de su calor, de su sudor, de esperma y de flujo vaginal y de una bajamar de calmadas olas algo espumosas y tiernas y enamoradas.

 

«Como un impacto caído del cielo, uno y otro se dejaron una marca imborrable», seguía lucubrando John... «Similar a la del famoso Gran meteorito de 2199, una roca de 90 km de diámetro que colisionó con la tierra, aunque después de haberla troceado en masa pulverizada y en tres enormes trozos restantes de unos 3, 2 y 1 kilómetros, el mayor de los cuales arrasó el área geográfica de Kazakhstan; mientras el de 2 kilómetros se precipitaría sobre el mar Caspio, expulsando casi la mitad de su agua con graves inundaciones sobre Azerbajan y Turkmenistán; y el de 1 kilómetro yendo a parar al norte de Irán, que tuvo que ser evacuada durante dos meses a causa de lo irrespirable de su atmósfera. Murieron 400 millones de habitantes de un total de 24000 que habitaba el planeta, la mitad por los impactos directos, pero la otra mitad por las secuelas y el pánico que reinó durante más de un año en aquellas áreas damnificadas. La confederación todavía no existía; pero este acontecimiento impulsó la necesidad de una mayor unión entre algunas de las áreas que ya funcionaban excluyentemente muy asociadas en su interior. La primera de ellas había sido la Unión Europea que se fraguó lentamente a lo largo del siglo XXI» —estos contenidos podían leerse en la literatura histórica especializada y John los había asimilado en su cultura maquínica desde que era consciente de la profesión de su dueña.

 

Durante media hora no dijeron apenas una palabra… se miraban, se tocaban, se besaban con ternura, con agradecimiento de que el otro existiera. Muy pronto reiniciaron las tareas de donde habían renacido y volvieron a cubrir el ciclo de los libidinosos deseos. Aspiraban a cansarse uno de otro, para cerrar el día. Y fueron sabiendo que aquella no era una noche para ser dormida. Que eran esclavos de la extenuación de los cuerpos que embebidos uno en otro vuelve a renacer de nuevo… hasta que a las siete, con la madrugada, quedaron abrazados, dormidos como niños, inocentes y derrotados por el deseo.

 

46

 

Los últimos días se derritieron como siete exhalaciones, uno a uno, como gotas que aunque quieren congelarse, se escurren y fluyen. Tsang se había trasladado definitivamente al estudio de Silvia desde hacía seis días. Continuaban con sus horas de trabajo y después compartían el resto del día. El momento de la despedida había llegado. Era su última noche. Mañana, ella saldría temprano en un vuelo hacia el aeropuerto de Astur. Él volvería a Beijing, donde residía actualmente. Disponían de nueve horas.

 

—No acabo de verlo. Tienes margen de acción… ¿por qué no te animas y vienes un par de semanas conmigo? Planificaremos todo mucho mejor y podrás contarle tu proyecto en directo al abuelo.

 

—Lo haría. Por mil razones. Pero hay una que me obliga a empezar por ordenar mi propia casa. Atar todos los cabos sueltos que tengo allí. Sobre todo, despedirme en condiciones de todos los que trabajan en el proyecto… y coordinarme con ellos para estudiar bien la posibilidad de realizar el primer ensayo en Astur. A mí me has convencido, son unas condiciones ideales… esperemos que lo que me has dicho de tu abuelo sea como imaginas.

 

—Ya se lo he contado por alto. Él está entusiasmado. Quiere conocer más detalles.

 

—Haz tú de embajadora mía. Con lo que ya sabes y con el plan de acción que llevas por  escrito, tu abuelo tendrá un tiempo de reflexión, antes de que nos entrevistemos ambos… En un mes o dos espero haberlo arreglado todo. Si se prolongara, te prometo que me dejaré caer… no podré dilatarlo sin sufrir... Y, ya me conoces, el sufrimiento gratuito no entra en mis principios.

 

—Sí, lo sé. «El ser humano siempre está drogado cuando se siente feliz» —Silvia enfatizó teatralmente esta frase, una de las antológicas de él. Y continuó exponiendo sus ideas, como una alumna que se sabe bien la lección. Las más fáciles de obtener eran las drogas narcotizantes o estimulantes: de extracción (el alcohol, el tabaco), o de diseño, como tantas y tantas... Pero había, según Tsanchullo, todo un arsenal de drogas endógeneas, producidas por el cuerpo; y suelen ser fruto del esfuerzo: las drogas que estimulan en la lucha airosa y que se dejan acelerar con el humor, la acción, el esfuerzo y la creación. Hizo este repaso escolar, entre la ironía hacia sus obsesiones y la complacencia de quien se adhiere a sus ideas.

 

—Ya veo, has aprendido a recitarlo… ¿Tan pesado he sido? —Y después de unas tiernas miradas prefirió postergar las caricias que le pedía el cuerpo hasta asegurarse de que el conjunto de ideas que ella relataba no se reducían a ideas sueltas. No te olvides de las conductas adictivas: al juego, a las compras, al trabajo, al sexo…

 

—Lo sé, lo sé… las drogas ocultas, que trabajan en silencio, emboscadas... las que buscan ondularnos con sus formas.

 

—Vaya, veo que te lo sabes de veras.

 

—Tampoco me olvido de las conductas de huida y rechazo: victimismo, sumisión, venganza, asesinato, depresión, suicidio… también adictivas, paradójicamente —apostilló asertiva.

 

—Sí, paradójicamente. Se puede disfrutar con el sufrimiento propio o el ajeno. Sade y Masoch le pusieron nombre. Teorías que no son mías, las he aprendido, entre otros de tu abuelo… pero yo creo haberlas situado dentro del teatro... del teatro de la vida.

 

—¡Vaya si lo has hecho! A mí me has convencido, y tengo fama de escéptica.

 

—Pero no conoceremos su validez hasta que tengamos datos empíricos y de campo.

 

—Diez años pasan pronto. Entonces tendremos pruebas, ¡lo verás! Tus drogas podrán cuantificarse en radio y potencia.

 

—Una cuantificación parcial, solo sobre la ciudad donde se experimente.

 

—Pero será el botón de muestra. ¿Por qué no soñar como Platón con la Calípolis, la ciudad bella?

 

—No te excedas, será simplemente menos infeliz y menos grotesca… si todo sale bien.

 

—El abuelo está entusiasmado con tus drogas sociales, tan buenas como las mejores de las endógenas.

 

—Sí, las más difíciles de construir bien, la drogas de la interacción. El primer gran paso adelante lo dieron los griegos, con el teatro.

 

—Lo que me parece genial es el eje desde donde todo eso encaja. ¿Cómo se te ocurrió?

 

—Lo ideé después de meditarlo durante toda la vida, cuando diseñaba los espacios urbanos vacíos y veía que a la ciudad le faltaban funciones. Y lo pensé después de romperme una fibra en el gemelo. Tuve que prescindir de mis partidos de tenis y del teatro… entonces, intensifiqué las horas de creación literaria… y me sometí a un análisis completo de neurotransmisores. Comprendí entonces que el ejercicio, la creatividad y la interactividad son vasos comunicantes en algún nivel biológico.

 

—Sí, el abuelo ha desarrollado teorías muy parecidas, pero tú has visto algo que él no había visto, y por eso está entusiasmado.

 

—Me halaga eso más que cualquier cosa. ¿Quién podría ser mejor juez?

 

—Las teorías del abuelo y tu aportación encajan perfectamente: la peculiar arquitectura de nuestras sensaciones, mucho más sociales de lo que cabía suponer… Y la importancia de la creatividad.

 

—Sí, porque la creatividad no tiene su expresión superior en una dimensión individual sino en una función social —apostilló Tsang, dando a esto la máxima importancia—. En este nivel es donde el ser humano entra en el equilibrio más estable y armónico, el de mayor salud…

 

—Salud física, mental y social… —redondeó Silvia, en aquella exposición desarrollada como si se tratara de una composición musical a dúo.

 

—Por eso he dedicado los diez últimos años a este proyecto, a intentar ponerlo en práctica en el espacio urbano. No basta con trabajar y con dormir, tampoco con satisfacer las necesidades perentorias. Echamos en falta la droga social, la de los lazos y las dependencias…

 

—No basta sobrevivir en el hedonismo.

 

—No basta, no. Si no estamos con otros, es como si no respiráramos del todo.

 

—Pero esta droga, ¿no debería tener un nuevo nombre? ¿Por qué no… pharmacum?

 

—Sí. No es una droga convencional. Debe tener su propio nombre, tienes razón. El pharmacum, me gusta.

 

—La bioquímica conoce desde hace tiempo toda esta cara endógena de nuestro cuerpo. Pero nadie se había atrevido con la "bioquímica" social.

 

—Bueno, estudié con mucho detalle el comportamiento urbano, las razones del flujo humano dentro de la ciudad… qué se busca o por qué nos desplazamos...

 

—Y ahí es donde viste un porcentaje altísimo de flujos errantes y evasivos… flujos de angustia, me dijiste.

 

—Eres una discípula perfecta —Y después de una breve caricia y de una profunda mirada de enamorado continuó con el recorrido de la teoría—. Durante la infancia y la juventud, el formar parte del grupo ocupa un lugar importante en estos flujos, pero después disminuye aparatosa y peligrosamente... El campo para que las dependencias dañinas, las manías y las mil patologías crezcan...

 

—Conozco a muchas personas cuyo ideal es hacer lo mínimo posible, que aman vegetar…

 

—Lo sé, pero quisiera comprobar que realmente eso lo eligen después de haber descubierto alguno de sus poderes creativos. Aunque fuere a un nivel muy elemental. Me temo que de lo que huyen es de sus malas experiencias anteriores, de los gustos impuestos…

 

—Ojalá que tengas razón. Ojalá que sea verdad que todos pueden recorrer todas las escalas del propio pharmacum.

 

—De momento, solo se trata de darle a la ciudad más posibilidades…

 

—Cuando el abuelo conozca todos los planes de detalle en que has pensado, quedará asombrado…

 

—Estoy seguro de que le quedan aún muchas pinceladas… inagotables, y él puede ayudarme… Pero la alegría del ánimo no se completa sin la alegría del cuerpo… —y empezó a besar sensualmente a Silvia con la intención de no parar.

 

47

 

En el viaje de regreso, Silvia se sintió algo angustiada por primera vez en su vida. Hasta entonces amor e independencia habían encajado en ella de manera natural. No quería prescindir por nada del mundo de ninguna de las dos partes de ese difícil enigma. Pero, honradamente no veía la salida… ¿cómo podía no deteriorarse la independencia? Por eso, para salir de este círculo vicioso recurrió a John:

 

—John, ¿qué opinas de Tsang Coupeaud?

 

El robot no tardó más de un segundo en empezar lo que parecía una exposición que amenazaba con durar horas:

 

—El señor Tsang Coupeaud ha desarrollado en los últimos días unas intensas fuerzas que le arrastran hacia ti… y viceversa —el robot titubeó por primera vez… el análisis de Silvia no había sido solicitado. Después de que ella hubiera observado esta zozobra, le dio consentimiento con un gesto para proseguir, y entonces continuó— Las fuerzas de atracción son recíprocas y muy intensas, algo más intensas en el señor, y mientras la señora —el robot adoptaba un tono distante y objetivo, al parecer— no ha integrado estas fuerzas con otras muy poderosas que la atraviesan, él ya lo ha hecho. ¿Su causa? Él ha entrevisto un final, un lejano final, quizás coincidente con la muerte, y ha aceptado que hay un final. Y si fuera preciso que este final acaeciera antes de lo deseado, así lo aceptaría… por eso, el señor ha resuelto ya una contradicción que se arrastró durante las tres primeras semanas.

 

—Pero John, tú cómo sabes eso… no eres psicólogo, ¿o también sí?

 

—Bueno, no tienes que hacerme totalmente caso. Esta no es mi especialidad. Solo cruzo los datos de tres procesadores: la actividad neurovegetativa, las funciones comprensivas superiores y la de la voluntad planificadora.

 

—¿Pero tú no eres un guardaespaldas?

 

—Precisamente… he introducido el supuesto de que él pudiera llegar a hacerte daño. El resultado es cero. Más bien, moriría por ti. Y para resolver este supuesto tuve que cruzar esos tres procesadores… Sé que no te hará daño, el resto son especulaciones colindantes, conclusiones probables sobre lo que me has preguntado. Debes saber que no siempre acierto.

 

—¿Así que yo no he resuelto mis contradicciones?

 

—Pero la señora no debe inquietarse, todo indica que lo conseguirá muy pronto.

 

A la altura de Roma, muy cerca ya de casa, volvió a pensar en su hermano y en que le había dicho que tenía que contarle… «algo nuevo que había sucedido», y que tenía que ser «en directo».

 

No se refería, claro, a los terribles atentados conocidos por todo el mundo, en los que él estaba metido hasta el cuello. Se refería a algo más que había sucedido. De carácter personal, estaba segura.

 

La mente de la nieta de Edmundus volvía rítmicamente a tratar de encajar alguno de los datos en los que indagaba en su tesis. Pero cada vez más sus ideas se mezclaban con otras que involuntariamente le invadían la mente ¿Qué iba a ser de este amor impetuoso que se estaba apoderando de ella? No tenía por qué salir mal. Y finalmente anunció en voz alta: «No será una hecatombe». Idea que transportó a John a pensar «en la hecatombe que se anunciaba dentro de nueve años, en 2455. Los oceanógrafos tenían previsto que la corriente del Golfo invertirá su curso. El cambio climático será notable, especialmente perceptible en Europa y América del Norte. Las temperaturas caerán cada año visiblemente. Una etapa parecida a una semiglaciación en el hemisferio norte. Ya se habían empezado a sentir los golpes que estaba dando en la puerta, antes de entrar y tomar posesión. Un paulatino descenso del nivel del mar será inevitable y temperaturas en España entre menos veinte y más veintidós grados. Más al norte las temperaturas se agudizarán mucho más.

 

»Las anteriores glaciaciones del planeta hace muchos siglos no tuvieron que soportar una población tan elevada. Ahora, el espacio habitable es un bien tan preciado como antes lo era la energía. Las estaciones de la Luna y de Marte han sido poco exitosas, salvo para la investigación científica. Nadie se anima a invertir en aquellos lares, bajo tales condiciones de vida». Después de esta reflexión, John, siempre activo, continuó observando y catalogando todo lo que veía relacionado con Silvia en su derredor. Y cuando acababa de procesar los datos inmediatos, se daba a las asociaciones libres. Ahora, aquel estado de enamoramiento que envolvía la reciente personalidad de su dueña, le llevaba a pensar en las propiedades de la miel, del azúcar y de los sabores concentradamente almibarados... y no sabía muy bien a dónde le llevaba todo esto; quizá debido a algún error en la programación, pero su ánimo no se alteraba, porque era consciente de que su función esencial de guardaespaldas funcionaba con un rigor matemático.

 

48

 

Mientras que las cinco semanas en Asia de Silvia habían resultado para ella redondas, Yóbrek no podía resumir ese mismo periodo de tiempo en Roma, a pesar de todas las mieles, sino amargamente.

 

El mismo día que Silvia, hace más de un mes, había viajado hacia Shanghai, Yóbrek había tomado un vuelo hacia la capital italiana. Una pista importante de su investigación le obligaba a trasladarse allí. Llevaba varios meses haciendo un mapa detallado de todas las actividades de Adolph, de la extensión de su ejército, de todos sus progresos, de todas sus amenazas probables. Trataba de dar con la clave del plan estratégico conjunto pues «¡seguro que lo había!».

 

Era difícil dar con Adolph en persona, siempre escondido en el juego sorpresivo de las muñecas rusas… la estrategia de los sosias y de las múltiples pistas falsas le estaba funcionando. Su identificación siempre llevaba a sujetos falsos. Todo apuntaba a que muy pronto intentaría algo muy gordo… el atentado contra su hermana había resultado fallido gracias a John y eso despertaría aún más sus afanes belicosos.

 

Se había detectado un aumento importante de la actividad de su ejército en Roma, por eso viajaba ahora hacia allí. Apenas diez minutos de vuelo y ya estaba en la urbe eterna.

 

En la ciudad del Tíber tenía pendiente un segundo asunto, menor y prescindible, pero al que concedía en su fuero más interno paradójicamente un interés similar. Se sentía técnicamente responsable de aquella desheredada criatura. Bárbara había quedado a cargo de la Confederación, había perdido a toda su familia. Le asistía el derecho de formarse, antes de empezar a trabajar en el sistema productivo. Era suficiente que en su IC se ingresara mensualmente la beca aprobada; dada la edad adulta de la víctima, la Confederación no tenía más deber tutorial que este. Pero al flamante comandante le arrastraban corrientes más profundas no del todo bien conocidas por él. Mañana empezaría su trabajo programado; de momento, su primer día en la ciudad de las fontanas lo dedicaría a ir aterrizando… Podría adelantar el caso Bárbara y quedar de este modo despreocupado… «Dejarlo para el final era peligroso, porque todo prometía que aquel asunto del ejército adolphiano se iba a enredar mucho».

 

—¿Bárbara Hapostolikos? Soy…

 

—¡Sé quién es usted! El capitán confederado…

 

—Sí, bueno... —Yóbrek era ahora comandante, pero eso no importaba ahora.

 

—Le estaba esperando.

 

—¿Sí?, ¿algo no va bien? —como no respondiera, continuó, inquieto—  ¿Es por sus estudios?, ¿no estará usted enferma?... ¿qué le sucede?

 

—No, no, todo va bien… —Hubo un silencio, de meditación— ¿No lo recuerda… me prometió una visita?

 

—Claro, lo sé, lo sé… hasta ahora no he encontrado el momento… Pero ya ve que no lo había olvidado.

 

—Me alegro… esa era la idea que me había hecho de usted.

 

—Tengo esta tarde libre, si le viene bien, podríamos vernos… al menos un momento… no solo por el informe… Si le viene bien… Si no, dentro de unos días quizá…

 

—A las cinco, en la Fontana di Trevi, ¿le parece?

 

—Allí estaré. Muy bien. Hasta entonces. —Y a modo de despedida añadió—: ¡Cuídese!

 

—Sí, sí, me cuidaré. Hasta las cinco.

 

A las cinco menos cinco Yóbrek contemplaba cómo Neptuno imponía su imperio a los salvajes caballos ayudado por sus tritones al tiempo que domaba las aguas borbollantes que todo lo envolvían y lo arrastraban. Mientras él era observado a distancia, su mente estaba absorta en aquellas dos grandes líneas de fuga contrapuestas que entraban en equilibrio: la fuerza bruta que buscaba escaparse de la misma fuente y las fuerzas racionales que contenían la escena en movimiento. Bárbara le observaba en la esquina, interpretando sus movimientos y su estado de ánimo. Llevaba dos minutos inmóvil, pegado a la escena… hipnotizado, sin volverse, sin muestras de ansiedad… Para ser un policía, hacía un blanco fácil. Sintió que una mano se le posaba en el hombro derecho.

 

—Creí que eras una estatua más —Y le dio un beso en la mejilla. Él observó que había empezado a tutearle.

 

—Sí, bueno, estaba pensando que no me importaría que Neptuno me prestara alguno de sus poderes… —Le devolvió el beso en la otra mejilla. Ella estaba más bella aún que hace unos meses, en la entrevista oficial…— ¡Veo que estás estupenda! —Él también optó por pasarse al tuteo, mucho más cercano, menos burocrático… después de todo se habían empezado a hacer algo amigos, en Astur, por ciertas señales evidentes compartidas… porque se trataba de eso, de una nueva amistad.

 

Siguió inmóvil donde se hallaba, girado hacia ella, contemplándola, como si examinara ahora la belleza de una estatua, pero mientras la observaba hablaba con frases mecánicas: «un asunto oficial le había traído a Roma», «que no se había olvidado de ella», «que estaría unos días», «muy ocupado», «que se alegraba de verla». Su lenguaje corporal y sus palabras pertenecían a dos reinos distintos; con sus frases, pretendía quitar importancia a su presencia allí, pero con su cuerpo y su mirada la estaba recorriendo en toda su profunda extensión. La entonación y los signos paraverbales no acababan de encontrar su cauce… Se sentía incómodo cuando ella le miraba fijamente a los ojos, «¡aquellos no eran sus ojos!, eran provisionales».

 

—He seguido el asunto de… ¡los ojos! —acabó por decir— Menos mal que… ¿cuándo será la operación?

 

—La operación está al caer… será pronto. De momento, me arreglo bien con estos otros… mi visión es casi normal.

 

Como seguía esculpido en el mismo lugar donde se habían saludado, en medio de dos aguas, las que llevaban a un encuentro oficial y las que llevaban a algo más personal, sin arrojarse ni a unas ni a otras, Bárbara le cogió del brazo izquierdo y empezó a arrastrarle.

 

—Vamos, te guiaré, conozco muy bien Roma. Serás mi invitado de honor —Y desde aquel momento la joven se hizo con el dominio de la situación y de la tournée turística.

 

Le contó sus éxitos universitarios, lo bien que se había aclimatado a vivir el ritmo de aquella ciudad y otros detalles que salían al paso, mientras cogidos del brazo, como si fueran un matrimonio entrado en años, avanzaron por un menudeo de calles sin fin hasta llegar al Panteón de Agripa, donde se detuvieron por breves momentos a contemplarlo; «hagamos alguna foto, para el recuerdo», fue la expresión que usó mientras le situaba y le fotografiaba y luego daba órdenes a su IC para que captara un ángulo determinado y les enfocara a ambos. Avanzaron luego sin parar de contarle sus andanzas, ella a él, por el Corso del Rinascimento, cruzaron como arrastrados por una tempestuosa agua el río Tíber y se adentraron en la Via della Conciliazione, encararon la Plaza de San Pedro y avistaron la Basílica del Vaticano.

 

—Te traigo aquí, ¡ateo!, para ver si te conviertes —dijo entre divertida y seria, pero con talante de broma. El largo rato de animada conversación y la proximidad física ya había servido para que se desvanecieran las precauciones artificiosas que trae normalmente la falta de roce—. Yo vengo a menudo, me gusta oír misa aquí.

 

Entraron en la Basílica de San Pedro, caminaron más con la mirada puesta en lo alto que en el frente, llevados por el impulso de altura que da su hechura arquitectónica y se quedaron un buen rato atraídos por la línea de fuga que lanza la cúpula con sus geometrías, su colorido, su luz lateral y su luz cenital, allá muy alto, tocando al final una especie de cielo.

 

—Cuántas cosas hermosas hay… y esta lo es… mucho… —Yóbrek sintió deseos de añadir, al tiempo que él pronunciaba estas palabras, que ella también era una de las cosas más hermosas que el mundo encerraba, pero se reprimió… ¡cuán ridículo hubiera sido! «Menos mal que no decimos todo lo que pensamos», meditó, mientras observaba el aspecto de sus ojos elevados a lo alto, con una luz y un brillo imprevistos, que la hacían en cada esquina más y más hermosa.

 

—No llego a entender por qué personas tan sensibles como los Delmundo sois ateos —sentenció en el momento de salir a la explanada de la plaza, y lo dijo con la misma solemnidad con que aquella columnata contorneaba aquel grandioso espacio.

 

El enamorado no creyó oportuno empezar a hablar en ese momento de tema tan enconado, y se limitó a decir:

 

—Bueno, Bárbara… ¡no es lo mismo religión que Dios! ¡Y no es lo mismo Dios que transcendencia! ¡Y no es lo mismo transcendencia que espiritualidad! Algún día hablaremos de todo esto con calma… Y te diré en qué creo…

 

A Bárbara le gustó escuchar más que ninguna otra cosa ese «algún día». Dejaba traslucir que en él también como en ella estaba presente un futuro entre ambos.

 

—Tienes que conocer mi apartamento. Te interesará para tu informe —bromeó— Tengo hambre. Cenaremos allí. Te invito. ¿Dispones aún de tiempo, no es verdad? —él asintió sin decir nada y volvieron a caminar ensortijados por los brazos.

 

—Cerca de la Piazza di Spagna, no más de una hora, ¿no? Si puedes contener el hambre, prefiero volver andando… —El jovencísimo comandante no quería que se esfumara aquella sensación de poseerla para él solo—. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto caminando…

 

—El hambre siempre puede esperar… —y empezaron a dirigirse a su apartamento a ritmo tranquilo… ninguno de los dos quería romper el hechizo.

 

En la Via Ludovisi, desde donde se divisaba un ángulo de la Piazza di Spagna, había tenido la inmensa suerte de encontrar, a través de sus contactos clericales, un apartamento codiciado por cualquier estudiante. Se trataba de un edificio muy antiguo, muy diferente a las edificaciones modernas también en su interior. La puerta de la escalera daba lugar a un pasillo largo y sombrío, desde allí se divisaba a lo lejos una primera estancia llena de luz. A Bárbara le gustaba la magia de la luz de fondo y por eso no encendió la lámpara del pasillo. Le sacó a él también unas zapatillas, para que se pusiera cómodo. Yóbrek empezó a incorporarse con sus nuevas pantuflas y se encontró a Bárbara de pie esperándolo, a pocos centímetros. A su espalda resplandecía la luz de fondo y ella se recortaba como una silueta a contraluz, con el rostro a oscuras. Sintió que ella  ponía su mano derecha sobre su hombro izquierdo y que se aproximaba para besarle en la mejilla. Él se dejó hacer, como un sumiso invitado que recibe un rito de acogida. Luego ella puso también su mano izquierda sobre su hombro derecho y permaneció así un rato mirándole y a medias pegada a él. Sus dos manos resbalaron desde los hombros hasta su cuello, torció levemente la cabeza y depositó un dulce beso en sus labios. «Perdóname, pero no puedo evitarlo». Y volvió a besarle con algo más de ardor; él no se resistía: «¿Qué sueño es este?». Entonces, el policía se envió un aviso mental en el que se comunicaba a sí mismo que no entraría de servicio hasta el día siguiente. Rompió su indecisión y dejó de nadar entre dos aguas. Se percató de que toda la tarde había estado apergaminado por el miedo de hacerle daño… pero ella ya no era una niña… Y, en todo caso, él no había empezado aquello… aquel peligroso juego. Era seguro que no iba a hacerle daño, tenía perfecto dominio sobre sí, y no le haría nada que ella antes no le impusiera. Sentía una terrible atracción por aquella criatura, y quizá era mayor aún la adoración que le profesaba. Ella dejó resbalar sus dos manos, desde el cuello por sus brazos hasta la cintura, le cogió la tersa casaca que se había puesto aquel caluroso día y se la arrastró de abajo arriba hasta sacársela por la cabeza y la arrojó al suelo. Acarició sus pezones y sus pectorales y volvió a besarle en el cuello y en los labios. Ella se desembarazó en dos rápidos movimientos de su sedosa blusa y la echó junto a la casaca. Pegó su torso al de él y se restregó mientras le seguía besando en la boca, en las orejas y en el cuello. Él devolvía todos estos besos, obedientemente, con una excitación contenida. Las yemas de sus dedos estaban posadas sobre la cintura de ella y las movía en aquel entorno tenuemente. Con manos de prestidigitadora ella le aflojó el cinturón y arrodillada le quitó los pantalones, arrastrándolos suavemente por los talones. Avanzó por él como subiendo por un árbol y a la altura de la cintura le desnudó por completo. Volvió a subir con las palmas de las manos rozándole el vello y la piel y de pie ella se libró de su faldita liberando el prendedor de la cintura; con una inclinación circense y ágil se retiró sus braguitas. Ya no tenía escapatoria, estaba en sus manos. No había otra opción que someterse a aquel sacrificio. La sacerdotisa avanzaba a través de su rito y él iba a ser inmolado de un momento a otro. «¿Es que tenía algún sentido sustraerse al desarrollo de aquel envolvente deseo?», por un momento se lo preguntó, pero no encontró ninguna razón para la huida ni para domar aquellos cientos de caballos que encabritados se contenían en sus vísceras. Sentía que le envolvían unos vapores exhalados desde algún paraíso. Le empujó suavemente hacia atrás, hasta dar con el tabique y le apoyó en un saliente del mueble, de pie y semisentado, y, entonces, ella tomó con la mano su exultante mástil y con una diestra maniobra lo introdujo en su interior, allí donde su ser se contraía, rezumaba, ansiaba, absorbía y latía de deseo. Se frotaron con ansiedad, perdieron toda vergüenza (después de todo eran dos desconocidos, el uno para el otro), pegaron sus cuerpos con fuerza, ella se batió cabalgando, le tomó la mano a él y se la condujo hasta su entrepierna y allí donde una fiera indomable buscaba saciarse se llenó su dedo corazón de mieles corporales y los relámpagos del espíritu empezaron una danza loca de furor, locura y dicha. Y ambas bocas se besaron y gozaron un sabor que nunca antes habían sentido. Pasaron varios segundos de reposo exhausto. De espera y de silencio.

 

—¡Esta es la primera vez que hago esto! —pronunció con un asomo de paradójica sincera vergüenza tras su cara arrebolada—. Mi alma lo había deseado ya cientos. Siempre contigo.

 

Yóbrek quiso decirle que aquel había sido el instante más maravilloso de su existencia, que él jamás se hubiera atrevido a desear tanto, que empezaba a sufrir por el exceso de su dicha… que ahora añadía un importante nuevo problema a su vida: ¿dónde poner aquel tesoro a salvo? Y, en medio de estos pensamientos, mientras ambos empezaban a vestirse, se oyó decir:

 

—Pero Bárbara… ¿esto ya no es un pecado? —la voz sonó con un tono absolutamente serio pero algo en el trasfondo de la escena hizo que sonara cómico.

 

—¡Tonto!… eres un tonto.

 

Decidieron no hacer una cena formal sino fría, picando aquí y allá, hasta que saciaron el hambre. No hablaron mucho. Solo lo justo. Mientras comían se miraban, se sonreían y se daban breves besos de confirmación. Luego, él la arrastró a la cama y le hizo el amor. Quedaron prisioneros el uno del otro, sin demasiadas palabras con que expresar su sorpresa y su dicha. Y ambos se quedaron dormidos.

 

A las siete un despertador sonó, el comandante se levantó, se duchó, se vistió, se acercó a ella que le esperaba con un tazón de café humeante, lo bebió, le dio un beso en la boca. «Tengo que irme, estaremos en contacto, te llamaré hoy mismo», y ella replicó: «¿por qué no te trasladas aquí y dejas el hotel?», y él hizo un gesto de «es posible», le lanzó un beso en el aire y se esfumó por aquel oscuro mágico pasillo.

 

49

 

A las ocho, el comandante Delmundo entraba en la central de policía confederada de Roma. Celebró la reunión que había previsto. Se distribuyeron los trabajos. Él, acompañado de un teniente y de un sargento, se dispuso a hacer la inspección que tenía programada. Antes de salir a la calle, a las nueve treinta, se detuvo un momento y envió un mensaje: «Bárbara, te llamaré a las siete.YDS». Luego compuso un segundo mensaje: «¿Qué hay de nuevo por Shanghai? En Roma, mejor imposible. Pero no me refiero a Adolph… ese es otro tema que irá para largo. Ya hablaremos. Cuídate. YDS».

 

En las últimas semanas, sosias adolphianos habían llevado a cabo con descaro múltiples actividades. Habían inspeccionado y fotografiado sistemáticamente muchos lugares de la ciudad. Su estrategia era la acostumbrada: levantar polvareda, ruido, sacrificar a los peones y en medio de la confusión trazar su línea de atentado principal confundida entre todas las demás falsas pistas. Una criminal devastación iba a producirse de forma inminente, era casi seguro, por todos los indicios. En el cuartel general se tenía la impresión de que los objetivos finales serían muy probablemente o la basílica vaticana o el coliseo romano o el arco de Constantino o las termas de Caracalla. Una fuerte corazonada le empujaba a pensar al comandante más que en ningún otro sitio en el Vaticano. Varios ojos de satélite estaban trabajando intensivamente, recogiendo información sin despreciar ninguna posibilidad, pero el nieto de Edmundus había influido para que fueran dos los ojos que se centraran en la inspección de la ciudad vaticana, uno a escala de personas humanas y el otro buscando cualquier diminuto artefacto.

 

Se sucedieron los días y las semanas. La investigación de Balance avanzaba lentamente. Las horas del comandante se distribuían entre las maniobras de patrullaje diurnas y las noches de calor, deseo y ternura. Yóbrek había hecho prometer a Bárbara que durante un tiempo no asistiría a sus rezos en el Vaticano… debía elegir alguna de las cientos de  capillas que existían y no repetir nunca. La actividad del ejército adolphiano proseguía como un molesto ruido que no cesa. Cientos de sosias visitaban regularmente los principales escenarios turísticos, merodeaban, trataban de perderse en esquinas insólitas, fotografiaban todo infinitamente y se iban, cruzándose después entre ellos en lugares anodinos de la ciudad, en algún interior, para borrar sus rastros personales precisos. Las rutas de huida que dejaban señaladas eran tantas, tan mixtas y con puntos de referencia tan parecidos que ninguna de ellas pasaba a ser relevante para ser interceptada. Se necesitaba una teoría que descifrara todo aquel trajín. Él ya la tenía. Pero no le ayudaba demasiado. Por cada cien movimientos solo uno era significativo, los otros eran pura distracción. Estaban preparando un atentado: ¿contra personas, contra edificios, masivo, selectivo…? ¿Dónde y cuándo? Muy pronto: aquel trasiego duraba ya más de un mes y según la regularidad con la que trabajaban aquellos terroristas, el objetivo era inminente. El dónde dependía de la clave simbólica con la que se estuviera trabajando. El apocalipsis… los ángeles vengadores… las señales divinas de castigo… aquello tenía demasiadas formas de ser interpretado. Pero ¿no tenía Roma un lugar sagrado por excelencia? Por eso el comandante estaba prácticamente convencido de que era la basílica de San Pedro el punto de mayor riesgo… pero ¿con qué criterio abandonar las pesquisas sobre el resto de los lugares amenazados para concentrar todo el esfuerzo en esta hipótesis del comandante? El joven policía tenía ya un grupo de detractores en el ejército de Balance. Las maniobras de Adolph no se dirigían solamente a objetivos terroristas, funcionaba también un aparato de propaganda y de presión, que actuaba sutil, pertinaz, chantajista, insidiosamente. Sin embargo, el expediente del comandante seguía arrojando un altísimo nivel de aciertos y el desempeño de los distintos casos que se le habían encomendado dejaban una estela extraordinaria: tenía una intuición y unas dotes policiales excepcionales. Los mandos supremos seguían otorgándole su confianza.

 

50

 

La noche del siete de agosto llovió torrencialmente. Rayos y truenos se enseñorearon sobre los cielos romanos con sones de fin del mundo. Densas tormentas de verano parecían centrar sus iras sobre aquella vetusta y beatífica ciudad. Bárbara y su novio habían hecho el amor por segunda vez. Cuando no caían agotados por el sueño, su hambre resultaba insaciable. Una pasión se apoderaba de sus cuerpos y les impulsaba a buscarse repetidamente, al mínimo asomo de fuerzas.

 

—¿Qué harás cuando llegue el fin del mundo, ateo? —Bárbara dijo esto, mientras sonaba uno de tantos truenos, en el exterior, esta vez con un leve tono de preocupación, aunque sin desprenderse del sentido irónico que siempre utilizaba cuando retomaba este obsesivo tema. Él decidió que era el momento de lidiar aquel toro… había que cogerlo por los cuernos, antes de que se sentaran precedentes escurridizos... difíciles después de desplazar; antes de que aquella broma amable y seria se convirtiera en una verdad por repetición.

 

—Yo sé qué haré. Pero ¿qué harás tú entonces, que llevas preparándote toda tu vida? Eso sí que me interesa —aquello empezaba a sonar a una especie de primera pequeña pelea de pareja…

 

—Me llamarán a la derecha del Padre. Puedes estar seguro. Quizá tenga que pasar unas horas de Purgatorio, para descargarme de mi noble orgullo… quizá unos días, si se me tiene en cuenta la lujuria, aunque no creo que como yo la siento sea mala… pero estaré a la derecha al fin... —Se detuvo, y añadió con un gesto profundo que recordaba a la Pietà de Miguel Ángel—: No soportaría que tú no estuvieras conmigo.

 

—No guardes cuidado, te escribiré a menudo desde el Infierno. Te mantendré informada. Y como es seguro que no nos lo han contado todo, habrá algún régimen de visitas o algo así… en fin, que podremos vernos en algún lugar intermedio y seguir gozando de lo que nos une.

 

—Me temo que a los blasfemos redomados no les dejarán escribir, ni mandar mensajes. Además, en el infierno te volverás feo, horrible, distinto ¿acaso seguiré queriendo verte?, te perderé para siempre…

 

—Soy yo quien debe preocuparse. Tú debes estar tranquila. Ni siquiera sufrirás al verme en la cola de los malos. Te harán algo para que no sufras. En el cielo es imposible sufrir.

 

—Te equivocas, quizá sea ese mi purgatorio.

 

—Lo mismo me da, dejarás de sufrir muy pronto. La presencia de Dios en persona borrará cualquier impulso hacia mí. No debes pensar que vas a sufrir por mí.

 

—Pero nada puede evitar que ahora mismo sufra… con la posibilidad…

 

—¿De verdad crees que nos condenaremos o nos salvaremos por las ideas en que creemos y por cómo tememos el futuro? ¿O quieres decir que te crees más buena que yo, y que por eso tú te salvarás y yo me condenaré?

 

—Quiero decir que si no se cree será difícil  salvarse.

 

—¿En qué te basas?, ¿cómo puede una sola idea así, tan discutible, ordenar el conjunto de tus ideas?, ¿cómo puede ser esa idea la piedra de toque que jerarquiza a todas las demás? Has de estar muy segura para eso y has de poder, entonces, explicármelo.

 

—No es cuestión de saber o no saber, ni de explicaciones, es cuestión de fe.

 

—Y la fe es cuestión de la gracia divina, y a ti Dios te la ha dado y a mí no, ¿no es eso? Menudo lío han montado los teólogos… con sus círculos viciosos. Si tuviera que ser religioso, sería de los que pondría el amor por encima de eso que llamáis fe y en el lugar de esa esperanza, que tiene mucho de embaucadora amenaza. Poner la fe como requisito, esa fe tan turbia, removida con frases de reformadores o de santos, quizá muchos impostores, que dicen haber sido iluminados, es sencillamente elevar la religión sobre el chantaje. ¡La verdad, me da pena ver esa forma de creer! Lo que es seguro es que, de ese modo, aumentáis el infierno en la tierra.

 

—¿Es que hay otras formas de creer? ¿Por qué dices que te «da pena ver esa forma de creer»?

 

—¡Claro que hay otras formas de creer. Y la paradoja está en que cuando se alcanza el fin del trayecto de las “bellas creencias”… entonces, las historias para niños, los cielos y los infiernos, la vida paradisíaca futura... se desvanecen como caprichos infantiles. Y se libera uno del chantaje y de la minoría de edad. Y las ideas pasan a ser gobernadas por uno mismo y no por un conjunto de dogmas amenazadores, cuyo sentido positivo hay que situar en otros contextos ya muy pasados.  Sapere aude, “atrévete a pensar por ti mismo”. He ahí un momento de inflexión importante. —En este punto del razonamiento en el que Yóbrek estaba siendo azotado por las furias que te encienden cuando ven peligrar la dignidad humana, se prometió a sí mismo que mañana sin falta buscaría el Tratado Teológico-político de Spinoza y se lo regalaría. Era la mejor argumentación que podía ofrecerle: Un Dios que cuanto más se profundiza en su historia sagrada, más se va borrando su vera effigies.

 

—Sí, te entiendo, no solo está la fe. Lo primero es el amor a Dios y lo segundo más importante el amor al prójimo. Tienes razón.

 

—No estamos hablando de lo mismo. Tú estás leyendo unas tablas de la ley. Lo defiendes porque crees en la tabla, no por lo que dice esa tabla. Si el segundo mandamiento hubiera dicho que había que matar al incrédulo, no tendrías más remedio que creerlo…

 

—Pero la tabla de la ley no dice eso.

 

—Pero los intérpretes de Dios lo han dicho hasta la saciedad. Cuántas muertes en nombre de Dios. El que cree está obligado a dar coherencia a todas sus creencias y a todas las consecuencias de esas creencias ¿Nunca lo has pensado?

 

—Yo solo puedo ser culpable de mis actos, ¿cómo podría yo hacerme cargo de lo que han hecho otros y de los errores de otras épocas?

 

—¿Y el pecado original?, ¿acaso estabas tú en el lío ese entre la serpiente y Adán y Eva? —Yóbrek quiso añadir: «Un mito muy hermoso, no lo niego», pero ya no pudo, porque su novia se le echó encima sin darle respiro.

 

—Pero eso hay que saber interpretarlo…

 

—Todo lo que tú quieras. Pero tú has nacido en pecado, un pecado que otros cometieron por ti… —Y muy velozmente, esta vez, introdujo su comentario personal, sin darle tiempo a la réplica— ¡No creas, es una idea muy potente! Es de lo que más me convence de vuestras creencias. Pero tú no pareces creértelo.

 

—¿Cómo que no lo creo?

 

—Hace un momento has dicho «Yo solo puedo ser culpable de mis actos». Y sin embargo dices que crees haber nacido en pecado. ¿Ves a qué me refiero con lo de pensar en clave de chantaje y de hablar por boca de otro? Dejas de pensar por ti misma y tienes que dedicarte a unir los cabos sueltos… que finalmente unirás, ¿qué te lo va a impedir? Pero mientras tanto estás pensando para dar apariencia de coherencia a los cabos sueltos y te olvidas de dar coherencia al conjunto de tus ideas, sensaciones, experiencias y vivencias profundas. Piensas con las ideas de otros hechas dogmas. Tener fe es un estado de minoría de edad, sí. Una virtud psicológica solo positiva cuando es mejor fiarse de otro que de uno mismo, para no perderse. Sin duda fue muy útil en otros tiempos. Y quizá ahora lo siga siendo, pero dado todo lo que sabemos y todo lo que el aprendizaje puede hacernos madurar como personas más autónomas, quienes necesitan apoyarse en algún tipo de fe solo pueden justificarlo, a mi juicio, por razones estéticas, no dogmáticas, ni basadas en una religión concreta.

 

—¿Cómo que estéticas?, ¿Qué quieres decir?, ¿Qué tiene que ver la estética con Dios?, y no digo que no tenga algo que ver, pero…

 

—Utilizo la palabra estética en el sentido que la emplea mi abuelo. La estética une todo nuestro ser. Va desde las sensaciones más dérmicas hasta los sentimientos más recónditos, va desde la estructura de todos nuestros aprendizajes e interiorizaciones aposentados durante años, donde la infancia tiene tanta importancia, hasta la forma en que nuestras ideas más racionales influyen en nuestros sentimientos, emociones y pasiones y pueden hacernos mejores o peores personas. Va desde nuestros gustos, convicciones y apegos más ordinarios hasta nuestros sentimientos más sublimes… ante una obra de arte, por ejemplo.

 

—La estética es, entonces, el alma. ¡Crees en el alma!, creía que los ateos no creían en el alma.

 

—Sí, el alma, pero un alma funcional.

 

—¡Ya estamos, con la manía de poner pegas!

 

—Es un alma que no aspira a salvarse, sino a tener consistencia y a ser coherente… aspira a vivir con la mayor nobleza de espíritu que pueda.

 

—Como los santos.

 

—Pero los santos actúan como niños chantajeados…

 

—Los santos son almas puras, no se dejan chantajear, ¡te equivocas!

 

Yóbrek no replicó inmediatamente. Se quedó pensativo. La miró con distancia y análisis durante varios largos segundos. Ella se sintió incómoda, analizada, observada, enjuiciada. Luego reanudó el discurso, pero el volumen lo bajó, como si se hubiera puesto a pensar en alto…

 

—No sé, creyendo lo que creéis… todos los creyentes deberíais ser santos… pero no lo sois, y eso demuestra el lío mental, la hipocresía racional y el infantilismo de los dogmas defendidos. Se trata de que te cuenten una mentira tranquilizadora, para no tener que esforzarse más. Eso es lo que parece… Como diría mi hermana, los cristianos tuvieron quince siglos de total prevalencia en Europa y América y pudieron demostrar qué tipo de cultura y de personas podía llegarse a ser con sus creencias… Una sociedad de santos, eso es lo que hubiera debido ser, en toda su coherencia. ¿O es que Dios jugaba a los dados con aquellas criaturas? Y la cultura cristiana no ha sido un caso ejemplar… se adelantaron civilizatoriamente durante algunos siglos pero no fue por sus creencias religiosas, aunque ello tuviera que ver, sino por las herramientas científico-filosófico y técnicas que tuvieron a mano… De esa cultura nació el arte barroco, la literatura del Siglo de Oro y la música de Mozart, lo sé, pero también la caza de brujas, las guerras de religión y la persecución religiosa hacia los pecados de la carne… y esa cultura no tuvo empacho en transitar hacia la explotación del mercado laboral. No pretendo echarle la culpa al cristianismo, hizo lo que pudo, como las demás culturas… pero no fue en esencia mejor, si nos basamos en que contaban con la ayuda del “verdadero Dios”, y con un orden social que obedecía a la creencia en él.

 

—Ya veo, tú quieres relacionarlo todo…

 

—¿Y tú no?

 

—Yo lo que quiero es salvarme.

 

—¡Pues sálvate! ¡Sé coherente! Y ahí es donde entra lo de la estética de antes…

 

—No acabo de entender por qué la estética…

 

—Ahora tengo que citar a mi abuelo. Lo que sé lo he aprendido de él. Pero él no es un dogma para mí, sino una brisa de aire fresco que me ayuda a pensar mejor.

 

—Entonces… ¿tu abuelo es el causante de tu ateísmo?

 

Yóbrek la miró, hizo un gesto de desesperación y de perplejidad, porque entendió que ella pretendía que si él no llegaba a dibujárselo en el aire, entonces, ella no le creería… Y sin responder a esta última provocación, añadió:

 

—Puedo llegar a entender que alguien, por razones estéticas, estime que todo se le conjuga mejor apelando a un mundo trascendente, más allá de este mundo. Monismo metafísico, lo llaman los filósofos. Pero que luego no venga a meter allí a un Dios personal, con inteligencia y voluntad, y a una religión muy determinada… con todos los chantajes que ello arrastra.

 

—Pero tú, sí crees de esa forma metafísica, monista, ¿no?

 

—No. Para empezar, veo gratuito apelar a la trascendencia, a algo fuera de esta realidad material. No digo que esta realidad material haya sido siempre así, pero sí me parece más coherente pensar que eso desconocido está dentro y no fuera: que está conectado racionalmente y no que se distancia mágicamente.

 

—Pero no querrás reducir todo a materia.

 

—No reduzco todo a materia “física”. Hay más tipos de materias. Pero todos esos géneros distintos de materias no son autónomos ni se dan separadamente de la materia física. La materia física tampoco se bastaría a sí misma sin la complicidad que mantiene con los otros géneros materiales. Y ahí es donde entra otra vez la estética. La estética, lo que tu llamas el Alma, es la manifestación del entrelazamiento profundo en que esos distintos géneros materiales se relacionan.

 

—Ya veo que tu abuelo te ha llenado la cabeza… —Bárbara se detuvo un momento y eligió sarcásticamente la palabra—: ¡de dogmas, de sus dogmas!

 

—No voy a discutir de palabras. Llámalos dogmas si quieres, por venganza o estrategia. Yo los llamo teorías. Lo que importa es que “mis” dogmas me ayudan a pensar mejor y que puedo dejarlos por otros mejores cuando los vislumbro. Pero tus “dogmas” no me ha parecido que te ayudaran mucho a pensar mejor. Da la impresión de que si los abandonas, te derrumbas tú entera… Y, además, se tiene la sensación de que te contradices sin cesar…

 

—No me contradigo en absoluto. Lo que pasa es que no quieres entenderlo. Son dos posturas irreconciliables, como estar mirando hacia lados opuestos. Mi “allí” no es tu “allí”.

 

—En eso estoy plenamente de acuerdo. Ya miramos un poco hacia el mismo lado.

 

—Pero entonces, si no hay trascendencia, tú ¿en qué crees?

 

—Creo en la inmanencia. Creo en ti, en lo que he visto en ti que me gusta. Otra vez la estética. Creo en mí, en que soy un pequeño protagonista de mi propia vida, bien poco, pero al menos un papel en el conjunto del universo, más que nada… y quiero hacer mi papel del mejor modo posible, por un terrible afán estético de disfrutar al máximo, de comprender al máximo, de ordenar los acontecimientos al máximo y de no dar cuartel a los malos… por eso soy policía: por estética, también.

 

—Pero Adolph es malo también por estética. Tu idea sirve para justificar cualquier cosa.

 

—Adolph es malo también por estética, sí. Pero la estética, como la música, puede chirriar o sonar bien. Y ahí es donde la estética echa mano de su hermana gemela, la ética. La ética es la que le recuerda a la estética, en sus febriles combinaciones posibles del mundo, que existe lo útil y lo inútil, lo verdadero y lo falso y lo bueno y lo malo. Y que el único modo de ser libres es elegir siempre lo mejor.

 

—¡Ya!, entonces no todo lo une la estética.

 

—La estética da unidad al sujeto. La locura es un estado de desquiciamiento estético. Pero además de la unidad, hay que contar con la necesidad de estar eligiendo infinitas combinaciones estéticas posibles.

 

—Pero quién gobierna a quién, ¿la estética a la ética, o la ética a la estética?

 

—El polo positivo gobierna al negativo y el negativo al positivo. Puro electromagnetismo.

 

—Ya veo, la cosa no queda definida…

 

Él hizo un juicio sumario de lo último que oyó con la mirada, lo rechazó estéticamente y prosiguió:

 

—La ética se encarga de elegir bien, en continua tensión con los impulsos estéticos. Pero si se elige de cualquier manera, puede sobrevenir el desastre.

 

—Entonces, mandan las dos, poniéndose de acuerdo.

 

—Sí, es un equilibrio de poderes. Cuando ambas se entienden todo va bien. Aunque puede suceder que tire cada una por un lado… entonces sobreviene o la locura, o el crimen, o el desarraigo, o el culto al mal… Adolph es un ejemplo. Él ha engordado desmesuradamente su estética y ha convertido en algo raquítico a su ética. Así no hay forma de que haya equilibrio. La ética nunca acaba su trabajo. Es la estética la que manda en él, una estética deforme para muchas cosas.

 

—Vale, pero veo que tú no crees en Dios, ni siquiera por razones estéticas, y no entiendo por qué no puedes abrirte a lo misterioso y dejar esa soberbia.

 

—Sí, un misterio que tú pareces conocer, ¿no?... Pero si hay misterio hay misterio y no nuevas trampas, por eso, ni siquiera por razones estéticas creo en un dios. Lo que creo es en los múltiples “dioses” encerrados en las posibilidades que están en nuestras manos, pero esto ya no tiene que ver con la religión, sino con la hermosura de las catedrales, de la música gregoriana, del arte, del brillo de unos ojos limpios, de la valentía, del afán de justicia y de la atracción por la verdad. Creo en “Dios”, si quieres oírlo así, pero en “el Dios de Spinoza”. El Deus sive Natura. Donde Dios es igual a la Naturaleza infinita. Sí, puedo creer en el infinito.

 

—Así que finalmente crees. Nos hemos reconciliado.

 

Bárbara le tomó de la mano y lo llevó hasta el lecho. En otras circunstancias hubieran hecho el amor, pero ese día ya estaban bastante henchidos de sensaciones estéticas suficientes, como para sentirse repletos.

 

—Vamos a dormir.

 

—Sí, vamos a dormir.

 

En el trayecto, él pensó que se quedaban muchísimas cosas en el tintero... la dimensión social estética... el cuerpo interno y el externo… Pero después de un cuarto de hora dormían, en un abrazo que les unía, en el calor del otro, en un silencioso apego. Aunque la noche siguió tronando fuera, no oyeron nada en varias horas. Ambos cuerpos quedaron magnetizados el uno en el otro.

 

51

 

La mañana del ocho de agosto empezaba a despejarse después de la noche de bochorno y tormentas que habían azotado a la ciudad. El día prometía ser tan caluroso como el anterior. Era sábado, día de culto. Un porcentaje muy alto de católicos elegía Roma como residencia… allí habitaban más del 60 % de ellos. El comandante pasó sus dos primeras horas de trabajo en el cuartel general. Revisó cuidadosamente los datos seleccionados por los robots y por los especialistas intérpretes de imágenes. Nada. ¿Era creíble que todo se redujera a una maniobra de distracción para minar las fuerzas del oponente? Con solo fotos no podía llevarse a efecto un atentado. En el momento en que cruzaba el umbral, una voz le detuvo: «¡señor!» oyó y se volvió. Era un joven sargento. Por alguna razón se estaba saltando la cadena de mando y había decidido acceder a él directamente. No le pidió ninguna explicación. Al girarse, con el ademán de todo su cuerpo se puso a su disposición.

 

—Señor, quiero mostrarle algo.

 

Se dirigieron ambos a la mesa del sargento. Una mesa muy poco ordenada: fruto de un ritmo de trabajo incesante… o tal vez fruto de la pereza. Era un hombre muy pequeño, apenas 1,80, pero ágil de movimientos, rápido en la ejecución de actos y certero en los objetivos. Cualquiera podría pensar que se trataba más bien de un robot. 

 

—He estado investigando por mi cuenta. Los datos que suministran los robots son a veces demasiado previsibles —El comandante asentía interesado—. No solo hacen fotos… todos comen caramelos o mascan chicles. —Pasó múltiples escenas seleccionadas en las que cientos de actos coincidían en llevarse algo a la boca, acercarse a una papelera y depositar allí el envoltorio o el desecho.

 

—Esto tiene una importancia crucial. Creo que ha dado usted en el clavo. Le felicito, sargento. Fácilmente esta debe ser la clave. Hemos de darnos prisa. Las escenas que me ha mostrado, ¿se concentran en días especiales o…?

 

—Las escenas se refieren a todos los días desde que comenzó la investigación… esa actividad es rítmica, pautada, constante e idéntica.

 

—Ya lo tenemos. Gracias, sargento —el comandante salió como un misil, mientras manipulaba su IC, dando órdenes a distancia.

 

Horas más tarde se hacía balance. Todas las papeleras de los lugares críticos de la ciudad contenían chicles pegados disimuladamente en sus paredes o en zonas exteriores en partes bastante inaccesibles. Sin embargo, las papeleras de la plaza de San Pedro y alrededores estaban atestadas de diminutos trozos, del tamaño de chicles masticados, de goma dos, un antiguo y desfasado potente explosivo, que solo los historiadores bélicos recordaban. Lo peligroso era el conjunto que se había logrado disponer. Su detonación en cadena hubiera echado abajo toda la plaza de San Pedro. Y el día elegido no debía rondar lejos… ya habían conseguido un buen número, miles de «chicles», como para conseguir su objetivo. Se dio la orden de detener a cualquier sosia que rondara por aquel lugar. Detenerle con goma dos encima sería un triunfo. Para sorpresa de todos, aquel día no hubo tránsito de réplicas adolphianas en el Vaticano. Los policías de Balance eran, sin duda, vigilantes vigilados. Ya se sabía, pero siempre sorprendía hasta qué punto de finura conseguía trabajar aquel ejército parsimonioso.

 

El caso parecía que se había encauzado. Los superiores de la UNWB, desde Washington, daban órdenes de detención masiva de los sosias. Podría demostrarse fácilmente su implicación en el intento de atentado. Sin embargo, Yóbrek no creía que el caso estuviera enteramente cerrado. Adolph acostumbraba a guardarse un as en la manga. Si había sospechado ser descubierto en el tema de las papeleras, ¿qué otro giro de los acontecimientos había previsto? Muy probablemente él en persona se hallaba en Roma dirigiendo todo aquello, pero quién sabe con qué personalidad y con qué rostro. Los detectores de huellas dactilares y de pupilas no habían delatado ningún indicio, pero eso ¿qué quería decir, tratándose de Adolph?

 

Durante todo el día la caza de sosias fue ininterrumpida. Ninguno de ellos tenía coartada, todos se dejaban incriminar fácilmente, como si fuera parte del plan a ejecutar. El comandante solamente dirigió a distancia aquella caza, prefirió delegar aquella investigación en su hombre de confianza en Roma. Él seguía buscando más allá… sabía —«¿lo sabía?, era la eterna duda»—, “sabía” que la solución ya no estaba en aquellos prisioneros. Ordenó registrar y repasar las paredes interiores y exteriores de los edificios vaticanos. Se encontraron más trozos de goma dos, estratégicamente pegados.

 

A las siete de la tarde, Bárbara no pudo resistir más y se acercó a la plaza. Estuvo tras el cordón de seguridad a bastante distancia, pero pudo ver cómo trabajaba su comandante. Estaba claro que aún seguía alarmado, como si el hilo de la trampa todavía no se hubiera desenredado del todo. Quería ayudar, pero no sabía cómo. Sí lo sabía: no debía entrometerse. El enamorado policía no había hecho signo alguno, pero ya hacía algunos minutos que la había atisbado a lo lejos, entre el tumulto enardecido de gente. La noticia había corrido de boca en boca como la pólvora. Nunca se llegaba a saber el origen del chisme, cuando los acontecimientos desbordaban la estricta cadena de mando.

 

A las siete y cincuenta y nueve, un individuo estrafalario, ¿quién iba a suponer que aquel sujeto era Adolph en persona?, arrojaba su cigarrillo a medio consumir a los pies de un árbol. Nadie se percató de aquel incidente anodino. El sujeto volvió sobre sus pasos y se alejó del lugar, como si fuera a irse o como si, al contrario, buscara un lugar mejor centrado para ver lo que pasaba. Nadie podía saber que se estaba dirigiendo hacia Bárbara. Había llegado la hora. Muchos días había vigilado personalmente a “la parejita”, «y ella se encontraba en el lugar equivocado», concluía salazmente mientras en su fuero interno ya había preparado cómo tomarla de rehén y someterla a un repertorio completo de experimentos —«nada tenían de lúbricos, como oficialmente se quería hacer creer»—, hasta que tuviera que deshacerse de ella.

 

El comandante finalmente se decidió a enviar al teniente a buscar a Bárbara, la señaló allá a lo lejos, entre los curiosos. Cinco segundos después un árbol había empezado a arder. Todos los ojos centraron la atención en aquel nuevo acontecimiento. Como si estuvieran conectados, un segundo árbol comenzó a arder de inmediato. Y un tercero, y un cuarto y una hilera de ellos, como por arte de magia. En el mismo instante en que un gong y múltiples campanas anunciaban las ocho, una gran explosión se oyó por toda la ciudad, a la vez que un resplandor cegaba a los que miraban en aquella dirección. Toda la basílica de San Pedro se vino abajo. Sucedió como cuando se derriba de modo controlado un edificio. Tras la explosión y el estallido de luz, el desmoronamiento seguido de una gran polvareda que todo lo ocultaba. Apenas hubo heridos en las inmediaciones. El Papa, los cardenales, los eclesiásticos y todos los que habitaban en aquel momento aquellos muros quedaron enterrados bajo toneladas de piedras y escombros. A Bárbara le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo podía aquella casa secular de Dios venirse abajo de aquel modo, tan fácilmente? Era lo más horrible que sus ojos habían contemplado nunca. ¿Cómo podía tanta belleza desvanecerse con una simple explosión? ¿Cómo podía Dios permitir todo aquello? Todos sus esquemas valorativos quedaron hechos añicos. Su mente se obnubiló y quedó gris, gris turbio, incapacitada de pensar y de asimilar lo que veía. Era mucho peor que un intenso sufrimiento infligido sobre sus carnes. Era pánico, desesperación, odio, impotencia, horror y vértigo en una síntesis diabólica. Sintió que una mano se le posaba en el hombro, «Bárbara, tenemos que irnos», oyó a sus espaldas mientras una inyección la dejaba inerme, un minuto antes de desvanecerse en el bólido en el que fue metida como una sonámbula.

 

A Yóbrek le entraron textualmente ganas de llorar. Tuvo que sobreponerse. Pensar que en un momento la Capilla Sixtina se había venido abajo, con su bóveda y su Génesis, con todas sus paredes hechas ladrillos y su Juicio Final hecho polvo. La Pietà y el Laocoonte inencontrables. El fresco de la Escuela de Atenas con todos sus filósofos definitivamente cada uno por su lado. La biblioteca vaticana desvanecida como tinta en el agua. Y aquella mágica basílica y aquella majestuosa e inigualable plaza. No solo Miguel Ángel, Rafael, Botticelli, Caravaggio, Giotto, Leonardo, Perugino y una gran fila de geniales artistas estaban ahora removiéndose en sus sepulcros en señal de impotencia infinita sino que millones de personas van a permanecer unidos y atónitos ante tanta destrucción junta y el resto de la humanidad va a sentir el intenso morbo del cataclismo irreparable, al sentirse ellos mismos vivos y poder ver tanta mítica grandeza venida abajo en unos pocos parpadeos. «Con todos estos sentimientos contaba trabajar, sin duda, la refinada inteligencia de Adolph».

 

—Comandante, lo siento, no la encuentro, ha desaparecido. Hay muchos casos de desvanecimientos. —«En medio de un mar de rostros helados y horrorizados», completó mental y automáticamente Yóbrek—. Quizá…

 

—Déjelo, teniente, ya la busco yo mismo.

 

Bárbara no apareció. Se la había tragado la tierra. Nadie había observado nada anómalo ni extraordinario. Él sí sabía qué había pasado. Debía actuar y rápido.

 

A la mañana siguiente, Roma amaneció nevada, no con copos fríos sino con pasquines de papel del tamaño de la palma de una mano infantil, papel a la antigua usanza, como se veía en las películas. En todos ellos aparecían los edificios vaticanos derrumbándose dentro de unos ojos que miraban con odio… era la efigie de Edmundus Delmundo. Solo una frase remataba el mensaje: «La religión ha pasado a ser una rémora histórica». Aunque no aparecía el nombre del doctor, todo el mundo reconocía aquella cara y muchos conocían que aquella frase había sido defendida por el gran filósofo en su época de gran político. Muy pronto, la gente común ataría los cabos que había que atar… La semilla del mal estaba sembrada. Adolph continuaba en su empresa de desprestigio de la familia Delmundo… Los juicios de Angola habían abierto el dique, aunque allí el ataque se había planeado demasiado obviamente… La duda es una planta que prospera sola con facilidad… Ahora se trataba de desatar un odio prerracional, de tocar teclas sentimentales que seguían operativas en la mayoría de los psiquismos humanos. El principio del fin del imperio Delmundo se anunciaba. Entre la gente normal ya crecía vegetalmente la molestia por este protagonismo personal desmesurado y por tanta muerte como gravitaba en torno a  ese mítico personaje.

 

Yóbrek había tomado una determinación. Lo venía rumiando desde hacía unas semanas, pero ahora lo había decidido en un segundo de fulgor. Pasaría por el quirófano de operaciones. En dos o tres sesiones de cirugía estética esperaba estar listo. Esta vez no le diría nada al abuelo. Solo lo sabría Silvia, y con absoluto secreto. Ella debería apoyarle y entenderle, aunque sabía que durante unas horas se resistiría todo lo que pudiera. Alea jacta est.